50 años, 50 voces | Silvana Cárcamo, funcionaria
El 11 de septiembre de 1973 estaba en el colegio. Era un colegio de niñas ubicado en San Pablo. Recuerdo que ese día estábamos preparando el acto de Fiestas Patrias cuando sonó la campana. Nos hicieron formar y la directora, cuya expresión en el rostro me quedó grabada, tomó el micrófono y nos dijo: “niñas, está sucediendo un hecho insólito en nuestro país y las van a tener que venir a buscar. Vayan a sus salas y quédense tranquilas”. Nos fuimos a la sala y algunas compañeras se pusieron a llorar, pero yo no entendía qué pasaba. Tenía once años. En algún minuto nos fueron a buscar y llegamos a la casa. Prendimos la tele, vimos algo de noticias y recuerdo haber escuchado un discurso, imagino que el de Salvador Allende, aunque como era una niña no le di importancia. Ese día fue muy raro, nos quedamos en la casa y empezó el encierro. Recuerdo haber estado mucho en casa, con todos mis hermanos, de dieciséis, quince, catorce, trece y nueve años. Mi casa era un punto de encuentro de los amigos del barrio, pero después del golpe hubo un alejamiento, dejé de verlos. Pocos días más tarde dejé, también, de ver a mi padre. Yo no entendía por qué no llegaba, aunque no recuerdo que me afectara tanto. Un día apareció como a las once o doce de la noche, en un bus de militares o de carabineros del que se bajaron unos 10 uniformados muy jovencitos. Mi papá entró con bolsas de verduras y frutas y le pidió a mi mamá que les diera algo de comer porque estaban muertos de hambre. Ellos entraron, sacaron sus fusiles y los apilaron en el patio, y cuando salí de mi pieza y vi esa imagen, me impactó. Esporádicamente mi papá iba a la casa y llevaba provisiones, hasta que después de unos meses volvió definitivamente. Se lo habían llevado porque necesitaban conductores, seguramente para que acarrearan gente. Él era jubilado de la empresa de transportes y después siguió trabajando, hasta que se lo llevaron para que manejara tras el golpe. Lo tuvieron trabajando sin paga, o quizás la paga era eso que nos llevaba, no lo sé. Cuando regresó, mi papá estuvo silencioso mucho tiempo, más para adentro. Nunca lo escuché hablar del asunto ni contar qué fue lo que vio, y con los años uno entiende que ésa fue una manera de protegernos también. Cuando volvimos al colegio, después de estar mucho en casa, me llamó la atención que no estaban los mismos profesores, sólo algunos. La directora no estaba y tampoco un profesor al que queríamos muchísimo. También me llamó la atención la diferencia que se hizo en algún minuto entre mis compañeras, como si el curso se dividiera entre las hijas de los obreros y las hijas de la gente que tenía dinero. En esa época, las Barrancas era una comuna agrícola, había gente que se dedicaba mucho al campo y tenía tierras, y estábamos las que éramos hijas de obrero, y fue raro porque antes eso no era tema. La vida de barrio también cambió. Antes jugábamos en la calle y las vecinas eran amigas, pero por mucho tiempo hubo silencio, no podíamos salir a la calle por el toque de queda y después existía el temor de con quién te vas a juntar. Sin embargo, de alguna manera, mi hermana menor y yo estuvimos todo ese tiempo en una especie de burbuja. Imagino que no hablaban mucho de lo pasaba para que nosotras no nos enteráramos de lo que ocurría, porque no nos imaginamos nunca tantas atrocidades. En mi casa siempre tuvimos la protección de mi padre y de mis hermanos mayores, pero cuando mis hermanos ya no estaban y mi padre se tuvo que dedicar sólo a trabajar, nos fuimos haciendo solas. Nos empezamos a hacer parte de lo que estaba sucediendo hasta que esa burbuja reventó.
Silvana Cárcamo, funcionaria de la Facultad de Artes