Durante diciembre de 2024 se presentó El proceso, una muestra colectiva exhibida en la Sala Juan Egenau del Departamento de Artes Visuales de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. La exposición reunió los trabajos desarrollados en el taller teórico-práctico impartido por el artista y docente Ignacio Mora, como parte de las actividades del Magíster en Artes Visuales de la Escuela de Postgrado de la misma casa de estudios.
El curso fue abierto a la comunidad a través de un llamado público difundido por las redes sociales del Departamento de Artes Visuales, lo que permitió la participación de personas de distintas edades, trayectorias y niveles de conocimiento en arte. Todas ellas compartieron un interés común: explorar la creación artística como una práctica reflexiva, sensible y situada.
El eje central de la muestra fue el vínculo entre referentes históricos del arte y la producción contemporánea de los estudiantes. Sin embargo, el foco no estuvo puesto en la aplicación formal de estilos ni en el uso ilustrativo de imágenes, sino en generar un diálogo significativo entre temporalidades distintas. “Los estudiantes abordaron referentes históricos y contemporáneos desde la experiencia material y formal, priorizando el diálogo entre ambos, por sobre la reproducción de imágenes o contenidos ilustrativos”, explicó Ignacio. Y añadió: “El criterio fundamental fue evitar toda aplicación mecánica de estilos o temas, favoreciendo que el trabajo resultara ser un detonante de exploraciones subjetivas y abiertas”.
Desde un comienzo, el trabajo en taller se planteó como un espacio de búsqueda más que de resultados. El artista recuerda haberlos invitado, desde el primer día, a liberarse de las limitaciones técnicas o temáticas impuestas previamente: “Les propuse que hicieran aquello que siempre habían querido hacer, sin restricciones. El punto de partida fue su propio imaginario: algunos se apoyaron en los contenidos abordados en clases, mientras que otros ya traían consigo una idea”. El objetivo no era concluir una obra cerrada, sino abrir un espacio de investigación visual y conceptual. En ese contexto, no todos trabajaron con pintura ni se limitaron a una sola disciplina. “Eso nunca representó un obstáculo. Cada quien continuó desde sus propias motivaciones”.
Lo que emergió fue una diversidad de lenguajes, soportes y búsquedas personales que, sin embargo, lograron articular una muestra coherente gracias al sentido compartido de exploración. “La puesta en escena logró mostrar de manera óptima los trabajos, a pesar de sus diferencias. El taller generó un proceso de constantes conversaciones que ayudaron a contextualizar y profundizar cada propuesta. Acompañar de cerca cada camino fue clave, porque la incertidumbre sobre el resultado es parte inherente del proceso creativo”, señaló Ignacio.
La metodología combinó libertad con estructura, permitiendo sostener un proceso colectivo donde el error y la intuición también fueron bienvenidos. “Es difícil imaginar cómo será un objeto artístico si no se ha construido. Por eso, avanzar con cierta metodología permitió visualizar si las ideas lograban sostenerse formalmente. No me interesaba que realizaran obras acabadas: lo que muestran los artistas es siempre una parte del proceso, tanto en lo material como en lo conceptual”.
Esta idea fue una constante en el taller. La obra, más que un fin, se entendió como una manifestación parcial del pensamiento en curso. “Me importa más el recorrido, la irregularidad del boceto, las ideas sueltas que comienzan a tomar forma. A veces, tener la idea ya basta para que una obra exista. ¿Por qué entonces tenemos la necesidad de materializarla? Tal vez, entre la palabra y la imagen, se juega lo esencial del arte”, planteó.
Las motivaciones conceptuales fueron tan diversas como las trayectorias de los estudiantes. “Muchos partieron desde habilidades ya adquiridas o desde referentes que los interpelaban, lo que permitió desarrollar aproximaciones materiales y reflexivas profundamente personales”. No obstante, se detectaron ciertas inquietudes comunes. “En varios casos, una inquietud simbólica, espiritual o existencial actuó como motor del trabajo: la tensión entre lo sagrado y lo cotidiano, la fragilidad del cuerpo o la persistencia de ciertas imágenes”.
Ese carácter introspectivo se manifestó también en el modo de mirar y remirar el proceso creativo. “Volver a mirar lo que uno está haciendo se volvió clave. Tal como ocurre en el dibujo —donde muchas veces hay más información en lo que vemos de la que creemos captar—, detenerse a mirar permite revelar otras cosas, emociones o preguntas que enriquecen el proceso”, afirmó el docente. Esta pausa, según él, se emparenta con el ejercicio de la escritura: “Así como primero leemos y luego escribimos, primero pensamos y luego creamos. Pero si pensar ya es en sí un acto creativo, el verdadero desafío es cómo traducir ese pensar en un objeto artístico”.
En relación con los lenguajes visuales utilizados, predominó el trabajo con medios análogos, especialmente pintura y técnicas mixtas. No obstante, las propuestas no se limitaron a soportes tradicionales. “Los proyectos combinaron diversos materiales—tintas, telas, cartones, fibras naturales— en composiciones que, en algunos casos, rozaron lo objetual o lo instalativo. Esta apuesta adquirió un sentido diferente en un contexto de digitalización, activando lugares que conectaran más con lo espiritual y ancestral”.
Más que una estética unificadora, fue la actitud ante el proceso lo que dio coherencia al conjunto. “Las obras compartieron una afinidad en su enfoque procesual: una búsqueda de sentido que incorporó lo frágil, expuesto, lo inacabado, como lo introspectivo y aquello que escapa a nuestro control. En términos heideggerianos, cada pieza se presenta como un ‘objeto-en-tendido’: un ente que revela su ser en su presencia y en su relación con el entorno”, señaló.
El vínculo con el espectador también fue abordado por varios estudiantes, que propusieron dinámicas participativas o gestos de apertura. “A veces esa búsqueda incluyó al espectador como parte activa: cambiando retratos, llevándose una flor, o simplemente deteniéndose a mirar”, explicó el artista. “Más que conclusiones, propusieron situaciones. En ese gesto quizás, reside parte del valor de esta experiencia compartida”.
Respecto al impacto de la exposición en el contexto artístico local, Mora subrayó su carácter pedagógico y colaborativo: “La exposición no fue un punto de llegada, sino un tránsito. Lo intuitivo encontró forma, como una imagen que se revela lentamente sobre el papel fotográfico”. La participación de personas provenientes de distintas disciplinas y edades enriqueció aún más el proceso: “Comprender cómo el otro observa, interpreta y construye sentido fue parte fundamental del aprendizaje”.
Más allá de la instancia expositiva, el docente reflexionó sobre el valor de la experiencia como práctica de pensamiento. “Cada participante logró meditar una inquietud, aportando desde sus propios intereses estéticos al diálogo colectivo. En ese intercambio, el objeto artístico funcionó como un lugar hermenéutico —como sostiene Gadamer—: ‘no como una obra destinada únicamente a la contemplación, sino como un acontecimiento de sentido, una apertura que interpela tanto al creador como al espectador’”.
Finalmente, Mora expresó su intención de continuar desarrollando proyectos similares, manteniendo el cruce disciplinar y la integración entre taller, exhibición y espacio público. “Existe por supuesto la voluntad de continuar con iniciativas similares, en formatos que mantengan el cruce disciplinar e integren el trabajo de taller con espacios públicos y físicos, permitiendo sostener procesos colectivos de creación, aprendizaje y visibilidad”.
Como parte del cierre de este propio proceso, ya se encuentra disponible el catálogo en PDF de esta exhibición colectiva, el cual reúne registros y reflexiones sobre las obras y el desarrollo del taller. Descarga aquí.