Al celebrar otro veintitrés de abril, Día del Libro y la Lectura, resulta interesante indagar en el espacio entre los libros y nosotros.
La pregunta que resuena inmediatamente, en medio de actividades conmemorativas, a veces banales o de fugaz entusiasmo es: ¿Celebramos el libro como un mero objeto? ¿Como un fetiche cultural que es apropiado homenajear al menos un día del año?
Ante las infinitas e infatigables publicaciones físicas, digitales, archivos pdf, resúmenes hechos por la IA, me gustaría pensar en los libros, más bien, como materia viva, como un campo de fuerzas, o morada frágil de un territorio fronterizo en el que podríamos encontrarnos.
Lo que se despliega desde dentro de cada volumen que nos resulta valioso nos hace cruzar esa zona límite. La escritura es una respiración, un cuerpo que palpita. La página, un espacio abierto. En el mejor de los casos, un organismo viviente. Las palabras de los libros nos tocan, sus imágenes nos miran.
Y es el lector quién hace aparecer al libro, el que le constituye desde la alteridad, ese hipócrita lector- mi semejante, mi hermano, de Baudelaire, ese ser fantasmal a quién las páginas buscan o intuyen desde el deseo.
Me gustaría subrayar ese acto de la lectura, la acción de leer, por sobre cualquier otro acercamiento, válido por cierto, hacia los libros: el uso utilitario, arqueológico o referencial de un repositorio de conocimiento.
Diariamente nos vemos inundados de páginas que parecieran invitarnos únicamente a obtener información o a entretenernos, a tenernos entre-tenidos, secuestrados de nosotros mismos. Hay, por otro lado, libros que están muertos y no lo saben. Publicaciones burocráticas, “productivas”, estadísticas. Nada contra ellas: creced y multiplicaos. Sin embargo, a veces, uno se sentiría inclinado a realizar afirmaciones arbitrarias y, ciertamente, injustas: tantas publicaciones y tan pocos libros. Tantas (o tan exiguas) lecturas y tan pocos lectores.
Peor que eso, también existe una lectura forzosa, forzada, condenatoria.
Sin embargo, la lectura -como la escritura- de la que quisiera hablar en este día, es un vicio solitario y, como toda adicción, busca persistir en su pulsión impenitente. Tiene que ver, quizás, con ese placer del texto del que hablaba Barthes, con la subversión de las lógicas productivas y los órdenes enciclopédicos.
Probablemente todas estas reflexiones apresuradas, inexactas e incompletas tengan que ver con la experiencia del tiempo, con su materialidad.Y esto no sólo concierne a los libros, sino a la propia condición humana en el espacio contemporáneo.
El acto de la lectura/escritura es una pequeña victoria sobre el tiempo, aquello de lo que carecemos, una oposición a esa temporalidad cronológica, compartimentada, de un sistema mercantil que nos devora .
Este día es la invitación a un acto de resistencia, utópico, anti fatalista de lo humano, contra Cronos. Los libros y el arte (el teatro, la coreografía, el cine), en su forma más significativa, realizan el gesto contrario, inactual, extemporáneo: nos devuelven ese tiempo, nuestro tiempo, la experiencia de estar aquí y ahora, en la duración.
Por esa razón, quizás, más que un día del libro y la lectura, habitamos su mito, su ritual, su danza, su ceremonia.
Miro de reojo mi biblioteca. Mientras salgo del departamento, silentes, desde el rincón me devuelven la mirada. Como si supieran que estaba hablando de ellos.