Hubo un tiempo en que salir en un diario de circulación nacional significaba tu credencial de existencia social en el campo del arte. Un tiempo en el que esos medios designaban aquello que era valorable y tenían el poder de velar aquello que no se ajustaba a editorial.
Era un tiempo en el que la actividad artística, y el teatro en particular, funcionaba como la fila única de un banco, en la que si no lograbas ponerte detrás de un connotado, simplemente desaparecías: no obtenías reconocimiento que era lo que te permitía obtener fondos. Por lo que la lucha para entrar en la fila, permanecer y no ser expulsados era ruda. Todo este ambiente de competencia, no de diálogo y colaboración, que implantó el sistema de mercado en la actividad artística chilena posdictadura estaba así amparado ideológicamente por una lógica hegemónica de las comunicaciones, en la que determinados medios de derechas o de izquierdas dictaminaban lo posible de concebir en el imaginario de la creación.
Con la irrupción y desarrollo de los nuevos medios tecnológicos y las redes sociales, esto en algo ha variado. Mientras, en décadas anteriores era posible distinguir con claridad tendencias o líderes hoy el paisaje aparece más difuso, amplio, y plural. Ya no hay eso del artista de moda, la obra que la lleva, o lo mejor de lo mejor, al menos, ya se ha habla en plural. Sin embargo, este cambio no ha sido producto de una lucha de los artistas, más bien de la evolución natural de la industria de los medios. Si en la década de los sesenta los medios de comunicación fueron espacios de resistencia, de construcción de discurso emancipador, ya en los noventa esta situación había mutado y lentamente habían devenido en los principales agentes sostenedores de esta nueva sociedad de mercado que de modo tan notable Guy Dabord denominó sociedad del espectáculo. Pero el problema no radicaría en tal o cual medio, o en las personas que trabajan en ellos, o en que éstos hayan abandonado su función social; el problema es la lógica que los define, la que Marshal Mc Luhan sintetizó en la expresión “los medios son el mensaje”. Entonces, no es que los medios puedan escoger estar de un lado u otro, los medios son la ideología operante de una sociedad de mercado globalizada, la que Orson Welles denunciara de forma tan clara en el El ciudadano Kane. Si bien los medios son lo que son, lo cierto es que su poder radica por sobre todo en la capacidad de autocrítica que pueden producir en su propio cometido. Si la autoreflexión de los recursos es condición contemporánea del arte, es hora que los medios estén a la altura de los tiempos.
La relación hoy entre arte y medios es asimétrica, pues mientras el arte sigue necesitando de los medios para su difusión, los medios no necesitan del arte para llenar contenidos y cuando lo hacen, se rinden a su propia fascinación: la dictadura de lo “periodístico” que significa aquí lo anecdótico, lo espectacular, la seducción hueca de lo que no tiene complejidad, entonces importa el titular, el tips, la noticia: la vida como melodrama.
En otro tiempo Ramón Griffero afirmaba que “No hay libertad de expresión, si no hay difusión”, refiriéndose a la responsabilidad que tiene el Estado de garantizar que todas las expresiones artísticas tengan la cobertura que merecen. Otra deuda del Estado, otro síntoma de su crisis.
Mauricio Barría
Académico y subdirector del Departamento de Teatro